lunes, 3 de diciembre de 2007

Estatua de Sal

El caballero andante sintió como la vida empezaba a extinguirse. Y su sangre, siempre caliente y roja, comenzó a teñirse de oscuro y a ser más fría. Sintió su mano inmóvil y su espada caer y chocar contra el suelo en un sonido metálico que retumbó, una y otra vez en el frío paraje.
Sus piernas se clavaron en el piso y supo que ya no volvería a dar un paso.
Se convertía en estatua. Estatua del tiempo. Estatua de sal.
En un último esfuerzo, sabiendo lo que vendría después, enderezó la espalda y levantó el mentón... y ya no se movió.
Se inmortalizó en una seña de saludo al tiempo. Una cruel despedida que sería eterna... y llovió ese día... y esa noche... y los seis días y las seis noches que siguieron.
El caballero andante ya no andaba. Ahora era un emisario dormido de una cruzada que se volvía incierta en manos de un alma inmóvil, serena, de ojos cerrados y con la sabiduría suficiente de esperar que un rayo golpeara la tierra, que la alineación de los espacios se produjera o que el mundo cambiara un día y las reglas estallaran en millones de partes... la sabiduría de quien ha vivido eras enteras y ha visto edades pasar... la sabiduría de quien está condenado a una vida errante, en continuo movimiento...

Y del silencio en el que esperó un día escuchó una voz que hablaba. No supo si le hablaba a él o si simplemente hablaba...
No conocía el lenguaje, pero sabía que debía poner atención.
No le tomó demasiado darse cuenta que escuchaba la misma frase una y otra vez. Un conjunto de siete u ocho palabras que se repetía una y otra vez, incansablemente. Un conjunto de palabras que formaban una frase. Una frase con una musicalidad rotunda, como si se tratase de una antigua profecía a la que le había llegado el tiempo de cumplirse y suceder.
Con el tiempo, que pudieron ser días, meses o segundos, logró descifrar cada palabra.
Primero se dejó llevar por la música de la frase y dejó que su ser vibrara a ese compás. Después la cadencia lo llevó a distinguir cada palabra suelta. Sin comprender. De a poco las letras empezaron a hacerse familiares y a bailar ante sus ojos... y sin darse cuenta escuchó la voz, tan clara como el agua, que hablaba de un elegido y de una estatua que comenzaría a caminar luego de un largo sueño. La profecía anunciaba que el elegido tomaría la espada perdida entre rocas y la empuñaría en alto y que la luz de una luna de plata reflejaría en la hoja inmaculada y dibujaría un camino en el cielo. Habría de seguir esa dirección y los dioses volverían a hablarle, cuando llegara el momento adecuado... y así fue.
El caballero sintió el calor en el cuerpo otra vez y el aire en sus pulmones. Su piel volvió a ser blanda y abrió los ojos, movió la espalda. Al recuperar la vida cayó de rodillas, tal vez, desprevenido de la posibilidad de perder el equilibrio, y su mano de apoyo, la derecha, veloz como una serpiente, buscó entre el suelo y empuño la vieja espada reluciente.
Clavándola en el suelo y apoyando todo su cuerpo en ella, se puso de pie. Se estiró alto al cielo y levantó su brazo y la luna cobró vida en la hoja de su espada y mostró un camino...
Intercambió un pensamiento consigo mismo. Hizo un juramento secreto a los diosos en un susurro que llegó al cielo y caminó, en dirección desconocida...
Muy lejos de ahí y sin saberlo, una princesa hermosa como un ángel, lloraba al dormir y soñaba que un caballero andante desconocido, partía de una región lejana, guiado por la luna, en busca de su amada...
Y dormida sonrió...

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